La tragedia que vuelve a enlutar a Colombia no la merecemos. No podemos seguir matándonos entre nosotros mismos. Estamos sumergidos en este espiral de desasosiego que nos derrumba la existencia. Vivir es la opción más maravillosa que nos ha dado Dios. ¡No nos sigamos matando!

Lo que le ocurrió al senador y precandidato Miguel Uribe debe llamarnos a la reflexión más profunda: ¿es este el país que les queremos dejar a nuestros hijos y nietos? ¿En serio? ¿Es este? Basta ya de amenazas, de matanzas, de sangre que clama justicia. ¡Basta!

Conversé con Miguel en mi despacho el 16 de mayo del año pasado (2024). Reconozco en él un joven con una proyección admirable y con las mejores intenciones de hacer una política limpia. Su fallecimiento, a causa de un atentado perpetrado el 7 de junio pasado, nos recuerda la fragilidad de la vida y el urgente llamado a la paz que debemos interiorizar.

Miguel defendió los derechos de todos los ciudadanos. Quedará en nuestra memoria como un joven que creyó en la política como un camino de paz y que se atrevió a soñar y a participar por las vías constitucionales.

Desde mis días como ministro de Medio Ambiente, cuando llevé el mensaje de «sacar la naturaleza del conflicto» en respuesta a los ataques del ELN a la infraestructura de oleoductos, nos quedó claro que lo más valioso hay que protegerlo: nuestra vida.

Hoy, ese llamado se extiende a nuestros jóvenes. Es imperativo que los saquemos del negocio del sicariato y la extorsión. Hay escuelas y universidades con ofertas gratuitas esperándolos. Es nuestra responsabilidad, desde todos los niveles de gobierno, generar más oportunidades para ellos, pues un joven de 14 años que tiene la frialdad de matar a alguien demuestra que nuestra sociedad está enferma.

Las cifras de instrumentalización de menores para cometer delitos son aberrantes. Encontramos casos en los que padres y abuelos enseñan a sus hijos y nietos a delinquir, en lo que se ha llegado a considerar un «negocio de familia». Algunos expertos señalan que el 22% de los casos judicializados forman parte de esta «herencia familiar». Aunque el subregistro es amplio, los datos existentes son monstruosos y revelan una situación crítica.

Un informe de la Defensoría del Pueblo de 2023 registró 184 casos de reclutamiento forzado, con 110 niños y adolescentes, y 74 niñas y adolescentes. Los departamentos más afectados fueron Cauca, Norte de Santander, Nariño, Putumayo, Arauca, Valle del Cauca y Caquetá.

Las víctimas, en su mayoría, pertenecían a comunidades indígenas y tenían entre 9 y 17 años. Un estudio del ICBF entre 2013 y 2022, que atendió a más de 2.000 menores desvinculados del conflicto armado, reveló que la pobreza, la falta de oportunidades, la violencia en el hogar y el consumo de sustancias psicoactivas son factores clave que facilitan el reclutamiento.

Estos menores se convierten en instrumentos maleables para los fines perversos de las estructuras criminales, pues al ser menores no pagan largas penas privativas de la libertad y muchos regresan a sus hogares en poco tiempo.

No se trata de endurecer más las penas, sino de hacerlas cumplir. No merecemos que nos sigamos matando los unos a los otros, cuando lo que deberíamos estar haciendo es trabajar juntos porque este país por fin salga del lodazal de la violencia endémica que nos corroe.